Mi amigo Aser es psicólogo. De esos que te
miran al corazón y se paran a escuchar el ritmo de la voz y de las manos. Creo
que con esa misma atención miraba mis esculturas aquella tarde.
Nos paramos ante una de las figuras, un hombre
desnudo encogido sobre sí mismo, el rostro doliente, atrapado entre unos
débiles barrotes.
- Mira, se siente atrapado, incapaz de salir.
Los barrotes son para él una barrera insalvable, a pesar de que tiene ya un pie
fuera; pero esa sensación de estar atrapado le hace recogerse sobre sí mismo y
abandonar, como sin esperanza. Pero fíjate: si se pusiera de pie, aunque fuera
torpemente, se daría cuenta de que los barrotes que le encierran apenas le
llegan a las rodillas, y con un simple paso adelante estaría fuera, desatrapado,
libre. Sólo tendría que intentar ponerse de pie, al menos un instante. Quizás
sólo necesitara un brazo que le ayudara apenas ese instante, para que
comprendiera.
Aser me miró con una luz especial en los ojos.
- ¿Podría usar esta escultura en mi consulta? Me
gustaría comprártela. Creo que podría ayudar mucho a las personas que vienen a hablar
conmigo.
A mí también se me encendieron los ojos. Es
ese momento apasionante, sorprendente y absolutamente gratuito en el que lo que
hacemos, inesperadamente, encuentra un sitio y un motivo. Y una tarea.
Y recordé lo que había escrito tres años antes
en este mismo blog, con fantasmas rondando mis esculturas:
“Pero son tercos los fantasmas, sin embargo. Según se diluían los
miedos a esos fracasos, aparecían otros: ¿quién va a querer tener en su salón
la escultura de un tipo desgarrado, atado, incapaz de gritar o de liberarse?
¿Cómo poner junto a la tele la escultura de un ciego atrapado por el miedo,
tirado en el suelo, intentando protegerse con un brazo? ¿Es que alguien va a
pagar para tener a un tipo hundido y atrapado entre barrotes en su mesa de
trabajo?”
La escultura está siempre en su mesa de trabajo. Y más de una vez ha tocado el miedo de quien lo necesitaba, hasta ayudarle a ponerse en pie, y empezar a caminar.
Miro el hueco en mi estantería. Yo también comprendí: no hay fantasmas, sólo un enorme agradecimiento.
Y la alegría.