Un desastre completo. Al abrir las puertas del horno de
cerámica, dos de mis cuatro esculturas han estallado, sí, literalmente, y se
han llevado por delante a una tercera. Con el ceño fruncido, amontono los
trozos, aún templados por el calor de la cocción, sobre la mesa, y voy
separándolos, como en un rompecabezas, mientras intuyo qué puede haber pasado. El enfado por mi propia torpeza, y la frustración, han tenido el tiempo justito de expresarse y apartarse, y ahora la mirada, las manos, las sensaciones, juegan con las piezas en una inesperada prolongación del proceso creativo.
Lo peor son los trocitos, son decenas, y muchos de ellos ya no van a poder encontrar su sitio. Los fragmentos más grandes van encajando y poco a poco las figuras vuelven a ser reconocibles, pero las grietas y los pequeños huecos dejados por las esquirlas que no encuentro son evidentes.
Lo peor son los trocitos, son decenas, y muchos de ellos ya no van a poder encontrar su sitio. Los fragmentos más grandes van encajando y poco a poco las figuras vuelven a ser reconocibles, pero las grietas y los pequeños huecos dejados por las esquirlas que no encuentro son evidentes.
Buscando cómo deshacer tanto destrozo, me viene a la cabeza la imagen de
unos cuencos de cerámica rotos y pegados con resina mezclada con oro, un antiquísimo
quehacer oriental llamado kintsugi. Es
una imagen hermosa, e imagino la terracota y el oro, las líneas doradas, brillantes, pulidas, que
embellecen lo roto y le dan un valor mayor y admirable… Me siento deslumbrado, y paso los
días planeando cómo hacerlo con mis figuras rotas. Pero algo chirría por dentro. Es
un aviso que conozco, y he parado todo, dejando pasear la mirada por mis
estanterías, mis cajas de material y mis sensaciones. Busco. Me abro y espero.
Escucho.
Han pasado un par de meses. He comenzado a encolar las piezas
con cuidado, en el orden preciso para que todo vaya encajando. Cuando las
piezas están bien unidas y todo lo completas que este peculiar rompecabezas me
ha permitido, y la cola ha secado, voy rellenando las grietas con otro tipo de
arcilla, que no necesita el horno para endurecer. Espero que todo se seque, lijo despacio igualando las superficies, soplando para apartar el
polvillo.
Miro despacio el resultado, adivinando las líneas quebradas en un tono ligeramente distinto. Paso la yema del dedo por la superficie, apenas alterada, dejando que los sentidos entiendan lo que encuentran.
Y, una vez más, me reconozco. No son piezas reparadas, no lucen pulidas grietas de oro que les dan valor y prestigio. Son las mismas figuras, la misma expresión, el mismo reflejo de las emociones, tensiones… que de un modo inesperado y humilde, me han regalado sus cicatrices.
Y, una vez más, me reconozco. No son piezas reparadas, no lucen pulidas grietas de oro que les dan valor y prestigio. Son las mismas figuras, la misma expresión, el mismo reflejo de las emociones, tensiones… que de un modo inesperado y humilde, me han regalado sus cicatrices.