jueves, 30 de julio de 2015

pasar por el fuego

A veces me paro ante las estanterías donde voy acumulando pequeñas esculturas, restos de arcilla, botes de lápices, pinceles y palillos de madera, cajas llenas de trapos... en un rincón que hemos tomado prestado a la cocina, y que llamamos, con una buena dosis de humor e imaginación, “mi estudio”. He cogido una pequeña pieza de terracota cocida, algo mayor que una nuez. Parece una cabeza de tortuga, o quizás de algún pájaro exótico. Apareció hace unos años, semienterrada en algún lugar de las montañas de Honduras, muy cerca de la costa, en una zona en la que no es excepcional encontrar restos de cerámica. No recuerdo quién me la regaló, pero la guardo desde entonces entre mis cosas.
Al principio me impresionaba mucho tenerla en las manos. Parece muy antigua. Si es una pieza original maya o papayeca, puede que tenga medio milenio, incluso mucho más. Está perforada de lado a lado, como si fuera un colgante. Me he preguntado muchas veces qué será, si sólo un adorno, o un objeto religioso, o parte de algo mayor… He cerrado los ojos, siguiendo su tacto y su contorno con los dedos, sintiendo.
Voy sintiendo su superficie con el barro aún húmedo, sentado en el suelo fresco de la mañana junto al arroyo que me proporciona esta arcilla algo áspera y aún rojiza. Sonidos de selva a mi alrededor amortiguados por el trabajo silencioso de las manos que me absorbe entero. El sol va avanzando por mi espalda a la vez que mi sombra retrocede hacia mí, buscando su sitio bajo mis pies. Las yemas de mis dedos encajan perfectamente con el gesto que ha dado forma al pico, y a los ojos.
 Hay otras piezas en el suelo, a mi lado, secándose. Miro mis manos resecas por el barro y recibo su aspereza con agradecimiento. Vuelvo a humedecerlas en el arroyo y sigo con mi trabajo, ahora más minucioso. Mañana por la noche prepararé el horno, y cuando entierre las piezas entre las ascuas y tape todo para que el calor haga su trabajo, volveré a sentir, a pesar de haberlo hecho decenas de veces, la misma inquietud de siempre, ese cosquilleo que acompaña al trabajo silencioso del fuego invisible. Mientras, mis manos han seguido trabajando, y esta pequeña cabeza de pájaro ha tomado ya su forma y su textura. La dejo entre las otras piezas, y me pongo de pie. El sol ya me ha devuelto mi sombra casi por completo, y me inclino ante él, agradecido. Entro en el arroyo y dejo que su frescura me rodee.
Con mi negro pelo goteando aún, me siento a la sombra. Miro las piezas, pronto estarán cocidas y listas para usar. Me pregunto cuánto tiempo durarán, porque sé que un día mi sombra se alejará con el último sol de la tarde y ya no podrá retornar a mí, y yo me iré también, como se fueron mi padre, y mi abuelo, y el pequeño que apenas vivió unas horas y que no pudo con la noche. Me pregunto si alguien recordará todo esto dentro de mucho tiempo, cuando este lugar ni siquiera sea como es ahora. Puede que estas pequeñas piezas resistan el tiempo, o se quiebren, o se pierdan y queden enterradas por las tormentas de la tarde. Y puede que mucho, mucho tiempo después, alguien encuentre alguna de ellas. Me pregunto si nos recordarán, entonces, a nosotros. Si podrán intuir la aspereza de mis manos, mi sombra asustadiza, el don que me posee y que ofrezco a los míos día tras día, y la alegría que permanece siempre en mis manos.
Cierro los ojos y siento algo parecido a esa sensación que me acompaña siempre junto al fuego invisible que lo transforma todo. Madre la llama esperanza, y dice que habita justo más allá de todo lo que existe. Sé que recordar no nos retorna de la muerte, y deseo permanecer -porque no sé qué es no estar vivo, no sentirse agradecido- y pasar si es preciso por el fuego y la lluvia, y la tierra. Madre no sabe cómo, pero está segura de que nada que sea amado puede desaparecer del todo.
Dejo la pequeña terracota en mi estantería. No, el recuerdo no nos devuelve a la vida. Y creo firmemente que somos amados por un amor más fuerte que la muerte. Coloco mi esperanza junto a la suya, y junto a la de madre, sintiendo cómo atraviesa el tiempo y el espacio, y nos hace uno.
Miro la pequeña terracota, y me siento enormemente agradecido.