viernes, 1 de julio de 2016

huellas (II)

La lluvia se incrustaba en el suelo con pesados goterones. Al principio dejaban grandes círculos, aquí, allí, levantando el polvo del ancho sendero en leves nubecillas. Como persiguiéndose, las gruesas gotas iban oscureciendo el suelo a la vez que el cielo se tornaba más pesado, más próximo, más
agobiante. Pronto el rumor de la lluvia llegando, y el olor a tierra húmeda, y el ritmo hipnótico de las gotas, fueron invadiéndolo todo, transformándose, casi de repente, en una avalancha de agua cada vez más espesa, más fría, más hiriente. La tormenta iba alzando la voz, nombrándolo todo como estruendo, como ceguera, como temor. Tan deprisa. Tan violento. Tan oscuro.

El aguacero siguió toda la noche sin tregua, ahogando todo ruido y todo horizonte. En lo que hacía unas horas había sido un sendero, los pies marchaban cada vez más despacio, cada vez más tozudos. Helados y cansados, no podían encontrar refugio en aquel páramo, no podían detener en ningún sitio su frío, ni su miedo, ni acallarlos al menos esa noche. La tormenta enmudecía los gemidos de los niños, y hombres y mujeres callaban, apretando los dientes y a sus criaturas contra sus ropas empapadas, arrastrando casi sus bolsas, sus maletas atadas con cordeles, sus mochilas improvisadas… El camino se quedaba pegado a sus pies, a sus zapatos, a sus botas ajadas, y tenían que desgajarlos en cada paso, sin volverse, sin rendirse. 

Y en el silencio interior de cada uno, más allá del ruido de la lluvia, de los truenos, junto a unas lágrimas inacabables y casi siempre invisibles, el rumor de los pasos por la casa, y el calor del fuego, y las mantas secas, y las manos juntas, y las charlas interminables en la entrada de la casa, y el olor a la cena a medio preparar impregnando la tarde, y de pronto los gritos, y otra vez las explosiones, y el fuego, y las manos llenas de machetes, y las balas, y el odio, y correr a esconder a los más pequeños, y correr, y correr sin parar, al fin, días y días, mirando atrás y adelante a la vez, mezclándose el terror y la esperanza, y de nuevo las lágrimas, y el frío, y la lluvia, y el ahora de barro y agotamiento, y al final como una larga sombra entre la lluvia que se va difuminando, alejando, desapareciendo, y luego solo la lluvia, y barro, y noche. 

Va amaneciendo y el barro es ahora sólo barro, y la luz tenue del alba es solamente tenue. Ha dejado de llover hace un par de horas y el sol que promete el horizonte irá secando el camino, los surcos, los charcos. Esa masa informe de pisadas y resbalones casi ilegibles irá endureciéndose poco a poco, y las huellas irán cediendo su presencia al viento, al paso de otros pies, a otras lluvias sin testigos. El rastro modelado por la huida, por cada empeño de vivir que no puede olvidar, y de eso vive, habrá tenido su momento, y habrá sido apenas memoria, y al final, sólo camino.

Hoy no queda nadie. Pero aún puede escucharse la historia de aquella tormenta, y de otras muchas. Pero es necesario que el cuerpo, y el corazón, se abajen despacio hasta tierra, en el centro del camino, el rostro junto a las huellas invisibles, el pecho latiendo junto al polvo. Porque sólo así, postrados ante el dolor, podemos transitar la memoria de las cosas. Y suplicar que esa dura piel que nos marchita se quiebre, y brote la vida, para todos, de lo más hondo del barro que todos compartimos.