viernes, 1 de julio de 2016

huellas (I)

Seis de la mañana. Me ha despertado un ruido áspero e inesperado. Un quitanieves pasaba por delante de mi casa raspando el asfalto y empujando hacia un lado más de un palmo de nieve. Los enormes copos caían tozudos espesando el paisaje. Enfrente, en el parque, todo empezaba a ondularse.
He intentado ir a trabajar en bici, como cada mañana, como si hoy fuera igual que ayer, pero la rueda
de atrás, creo que providencialmente, ha amanecido pinchada. No he visto ningún autobús en el atasco de más de dos kilómetros que se iba cubriendo de nieve delante de mi portal, así que me he ajustado bien los guantes y la capucha del impermeable, y he empezado a andar. Apenas me cruzo con nadie y disfruto de lo que veo, y de la nieve lenta que me cae encima, del silencio que hace de una nevada un momento íntimo precioso. De pisar, con un leve crujido, donde aún nadie ha pisado. De ver desvanecerse en la mano los grandes copos.
La gente se arrima a las marquesinas de las paradas del autobús, todos con la cabeza girada a la izquierda, todos impacientes, todos tarde. Más adelante, al empezar la larga cuesta que sube a la ciudad, me encuentro con pequeños grupos de personas que caminan por la nieve, unos despacio, prudentes, otros torpemente apresurados. Me uno sin buscarlo a ese montón de figuras recogidas, como si la nieve impusiera un silencio monacal entre nosotros.
El suelo está lleno de huellas, unas sobre otras, algunas ya agua, otras casi intactas. He pensado muchas veces en las huellas en el barro, en su modo casi siempre efímero de contar un camino, un empeño, una huida, un reencuentro. A veces la huella en el barro permanece, endurecida, muchos días, hasta la siguiente tormenta, y se empeña en recordar que alguien estuvo allí, grande o pequeño, y hacia dónde iba. A veces intento encajar mi pie en esas huellas resecas, o pongo mis manos sobre esos pies ausentes. A veces me pregunto, mirando hacia atrás, de qué hablan mis huellas, y cuánto tiempo podrán contarlo. A veces busco, y no queda ninguna.

Miro hacia delante y este grupo diverso y desparramado me pone en el corazón la presencia de tanta gente que está hollando una tierra que no le acoge, peregrinos sin más rumbo que un paso detrás de otro o que unas huellas inseguras que les han precedido. Ahora, y hace años, y hace cientos, miles de años. Pies sin hogar que no tienen más voz que unas huellas, huellas que este invierno se rodean de blanco, y apenas duran unas horas, unos minutos. El barro, el polvo, la nieve, hacen silencio, y las huellas se amasan de ese silencio y se desvanecen, así del suelo como de nuestra memoria, y no queda nada. Presencia efímera del que no conoce destino, del que camina con pies de dolor, de miedo, de esperanza. Sólo ausencia.
Siento como si me pisaran miles de pies en las entrañas, y hace tanto frío allá afuera que parece que nunca se borrarán tanta huella, ni tanto grito, ni tanto olvido. Miro a mi alrededor. Todos llegaremos tarde hoy al trabajo, y hablaremos de la nieve, y del frío, y saldremos a tomar café con ese cuidado especial que nos encoge para no resbalar en las aceras nevadas. Nuestras huellas se irán borrando, la ciudad estará todo el día hecha un asco, y los quitanieves harán el resto. Y de algún modo nos sentiremos aliviados.

Miro otra vez las huellas frente a mí. Duele, pero ojalá no dejara de nevar nunca.