Su voz es
grave, algo rota. El pelo encrespado, gris, negro, blanco, barba breve y
canosa, piel oscura de caribe cubano y sonrisa amplia. Manos lentas, como todo
su cuerpo grande cuando habla. Pasa ya los sesenta. Cálido. Seguro. Abierto. Así deja fluir Alberto
Lescay recuerdos, sensaciones, reflexiones en torno al arte y al oficio de
artista. Su voz es como un pájaro que te acompaña al entrar en un bosque que apenas conoces. Escucho y siento que algo conecta aquí, en los adentros.
Al ritmo poderoso, y a la vez leve, de su voz, recuerdo cómo al principio, cuando empecé a modelar, me rondaban fantasmas que no podía dominar, y su insistencia reclutaba los nombres más exactos: Rodin, Miguel Angel, Oteiza, Bernini… llenando mi presente con ideas voraces de impotencia. Yo pensaba que había que triunfar, y me inventaba -porque nunca somos profetas cuando tememos tanto, aunque acertemos- la seguridad de no lograrlo. Y esos miedos encogían por dentro mis manos, y hacía que todo se paralizara.
Al ritmo poderoso, y a la vez leve, de su voz, recuerdo cómo al principio, cuando empecé a modelar, me rondaban fantasmas que no podía dominar, y su insistencia reclutaba los nombres más exactos: Rodin, Miguel Angel, Oteiza, Bernini… llenando mi presente con ideas voraces de impotencia. Yo pensaba que había que triunfar, y me inventaba -porque nunca somos profetas cuando tememos tanto, aunque acertemos- la seguridad de no lograrlo. Y esos miedos encogían por dentro mis manos, y hacía que todo se paralizara.
Pero el barro
y su sutil insumisión, y también –intuyo- una cierta apertura de niño, fueron
atrapando los sentimientos, los gritos, las miradas interiores, y
transformándolas en esculturas. Esculturas que miro y reconozco. Me reconozco.
Pero son
tercos los fantasmas, sin embargo. Según se diluían los miedos a esos fracasos,
aparecían otros: ¿quién va a querer tener en su salón la escultura de un
tipo desgarrado, atado, incapaz de gritar o de liberarse? ¿Cómo poner junto a
la tele la escultura de un ciego atrapado por el miedo, tirado en el suelo,
intentando protegerse con un brazo? ¿Es que alguien va a pagar para tener a un
tipo hundido y atrapado entre barrotes en su mesa de trabajo?
La voz
profunda de Lescay sigue guiando por el bosque: “La base del arte es la
honestidad: tratar de hacer solamente lo que siento, expresar sentimientos,
registrarse profundamente y devolver algo a otras personas y a uno mismo.
Devuelves lo que tienes”.
Y entonces,
ese deambular de fantasma en fantasma se ilumina como con una luz poderosa e
inmóvil que invade nuestro hueco del bosque, y nos desvela un lugar para vivir.
Para caminar. Para volar.
Alberto
Lescay adelanta levemente el cuerpo, y las grandes manos parecen sonreir: “Como
un pájaro que entra en un bosque,
que busca ser feliz, y empieza a volar”