viernes, 28 de diciembre de 2012

lo que nos hace hermosos


Al principio modelar era empezar un juego.

Lo recuerdo así desde siempre. Primero una bola, con las dos manos, luego hay que aplastarla, o quizás no, pero recuerda que hay que amasarla mucho mucho... Los primeros intentos acaban de nuevo en una bola un poco más reseca, mira, tienes que
mojar el barro, que se agrieta, es que hago churros y se me rompen, mételo en una bolsa de plástico cuando acabes, y así voy aprendiendo, de manos de mi madre, que el barro, a cuenta de hacerse y dejarse deshacer cien veces, tiene que ser tratado con cuidado, con el cuidado que precisa, y no con otro. Poco a poco, las formas, las figuras, me van cautivando, llenando de posibilidades la imaginación, haciéndome más utiles y hermosas las manos. Y a mí, de algún modo, también.

A veces me encuentro la bola de barro endurecida, mi tiempo ha sido para otros juegos, y ya no hay manera, al menos mis ocho años no la saben, de volverla blanda, útil, divertida. La mojo y no logro llegar al centro de la bola, sólo un poco por fuera, se me escurre todo el rato... con barro hasta las muñecas, cambio el juego a poner la palma de la mano manchada sobre el papel y olvido la bola en un gesto de despiste que me acompañará todos los años.

Al principio era un juego, y a fuerza de crecer, de tomar otros caminos, de ser aconsejado hacia una vida distinta y más segura, a ser animado a dejar los juegos para el tiempo de los juegos, el barro va quedando escondido, va endureciendo inevitablemente, va siendo olvidado.

Al principio modelar era empezar un juego, y poco a poco supe que tenía que vivirlo de nuevo, porque igual que se endurecía año tras año la arcilla en mis estantes, se me estaba endureciendo el alma, y ya no había manera, al menos mis cuarenta y tantos años no la sabía, de volverla blanda, útil, divertida.

Ahora no importa cuál fue el camino, quizá en otro momento. Estoy aquí. Y aunque todavía asustado, voy cumpliendo -a veces aún bastante torpemente, he de decirlo, y con más alegría cada vez- la promesa que me he hecho a mí mismo de no volver a dejar que se endurezca ni uno solo de los trozos de barro que se me regalan para vivirlos.