Al principio es
sólo barro.
Mancha, se seca, se acaba deshaciendo en polvo. Tremendamente
maleable. tremendamente frágil.
Ahí el barro se
desvela muy dócil, tremendamente dócil. Me gusta descubrir así que la materia
es generosa, que se ofrece en todo lo que es, sin guardarse nada, sin más
condiciones que su propio límite.
Cuando manejo
el barro así, si estoy atento, si soy capaz de respetar, voy descubriendo que
el barro tiene un lenguaje propio, y que en la medida en que entiendo ese
lenguaje soy capaz de continuar, de construir, voy descubriendo más, el barro
van desvelando secretos... El oficio, es decir, manejar la técnica, saber
modelar, conocer los barros, los tiempos de cocción, las texturas... es de
algún modo dominar ese lenguaje, esos límites.
Y eso se abre a
algo fascinante: es posible establecer un diálogo con el barro y convertirlo en
palabra, en encuentro, en acción.
Es verdad que
existe una tremenda desproporción entre el barro y el artista. No parece un
diálogo equilibrado. Y sin embargo, en esa desproporción, en ese desequilibrio,
a veces suele ocurrir algo impresionante: es el barro, el más débil, el que
parece tomar el mando. A veces es sólo un instante de alarma, de dificultad,
una intuición...; otras veces son horas de trabajo infructuoso queriendo
hacerle decir algo, intentando llevarle, dominarlo sin poder... y no porque
falte oficio, no porque no sepa hacerlo... es otra cosa.
A medida que aprendo a escuchar el lenguaje propio del barro, voy
aprendiendo, a la vez, a escuchar mi propio interior. Es como si el barro
pudiera leer mi corazón a través de mis manos, y no me permitiera decir lo que
no es mío, lo que no está de alguna manera dentro de mí. Voy aprendiendo, en
ese trabajo con el barro, mi propia verdad. Y de la honestidad, del respeto a
esto, depende que el diálogo tenga la voz de los dos, la del barro y la mía,
que nos diga con verdad, que sea fecundo.